domingo, 24 de febrero de 2008

No soy santo…

Argel Ríos

José Miguel Pérez García, nació el 18 de septiembre de 1930, de 77 años, y 4 hermanos, 2 mujeres y 2 hombres, oriundo de Ejutla de Crespo, con domicilio en la calle Crespo número 62, y hoy sirve de casa hogar para niños y jóvenes.

Se inscribió en el seminario un 12 de septiembre de 1944 y el 18 de abril de 1954, fue ordenado sacerdote, hoy algunos lo reconocen como “un santo”, pero no hay mejor título para él que los más de mil niños de la Ciudad de los Niños, le digan “papá”.

Es la hora de la comida, el padre José Miguel, con una gorra, sueter, pantalones de vestir y una sonrisa, mientras con una cuchara en mano menea unos tomates cortados en trozos por los pequeños que viven con él, platica de su historia, descubre al hombre, sus sueños y esperanza…

Desde pequeño, nos dice —mientras vierte un poco más de salsa en las verduras y sirve los platos— siempre había sentido la emoción de ser parte de las celebraciones religiosas, fue monaguillo, participaba en la misa y quería ser igual que el padre, sobre todo por las ideas que le sembró su hermana Ofelia, quien la que le dijo que podría dedicarse al sacerdocio y pudo ingresar al seminario a los 13 años, 6 días antes de cumplir 14.

El tiempo en las aulas, transcurrió rápido, trabajó en ellas, como maestro en las materias de español y latín, pero fue hasta 1957, cuando le dieron el cargo de segundo capellán de la Iglesia de la Merced, donde conoció a 12 oaxaqueños, que lo ayudaron a concretar un sueño, que inició en enero de 1958, con la Casa del Niño Desamparado, lo que hoy se conoce como “La Ciudad de los Niños”.

En el transcurso de esta etapa, el padre José Miguel, vio cómo los niños fueron en aumento, pasaron de casa en casa, hasta llegar al terreno ubicado en Viguera, en 1960, un espacio donde no había nada sólo “unos pedazos de ladrillos”, pero que han significado el “la mayor fiesta”.

Se acerca a los niños, platica con ellos, se sienta en una pequeña silla ubicada al lado de la mesa de los alimentos, respira profundo mientras se le llenan de lágrimas los ojos, no se considera un santo, “soy un hombre”, y el ser humano siempre tiene una lucha por querer ser bueno, dice, mientras sentencia que quizá no le quede mucho tiempo, pero que lo que espera perdure de él, es que los niños sean humanos, y que el mejor regalo que se les puede hacer es “amarlos, no por su color ni su sexo, sólo por ser niños”, hacer “del verbo, carne”, en un mundo que va a la sinrazón, el amor y la palabra es la salvación.

Contiene el llanto, lo disimula, y se llena de felicidad cuando voltea a ver a los niños, y termina diciendo: “la mano de Dios, sí está sobre la Ciudad de los Niños”…

(publicado 25 febrero 2008)

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